El progreso cambia de manos: ¿Están las fuerzas democráticas preparadas?
Es difícil enfrentar lo que no se comprende. La tentación de caricaturizar aquello que queremos combatir resulta inevitable. Se parte de prejuicios que crean ideas inexactas y grafican imágenes irreales. Dos vicios en los que, en el último tiempo, la política democrática tropieza, recae y —naturalmente— termina frustrándose.
Todo ello hace que sea aún más complejo convencer fuera de nuestro círculo, de nuestro nosotros; lo que conduce, por ende, a la derrota. Algo muy profundo está cambiando o, más aún, ha cambiado. La vieja ultraderecha que conocíamos está desapareciendo. Aquella con un mensaje sobre ideologizado, estética oscura y dura y un lenguaje que excluía más de lo que atraía pareciera estar siendo abandonada. Han entendido las nuevas formas, los nuevos lenguajes y los actuales formatos. Y lo han hecho con un renovado repertorio y programas actualizados (y convincentes).
Las fuerzas democráticas y progresistas lo han visto, o mejor dicho vivido, pero no acaban de comprenderlo en profundidad. “Nada es permanente a excepción del cambio. La permanencia es una ilusión de los sentidos”, decía el filósofo griego Heráclito. Sin lugar a duda, el desafío que tienen las sensibilidades progresistas en la actualidad es entender que el mundo que gobernaron no existe más. Ni volverá como tal. Esto, por supuesto, es un ejercicio sumamente difícil. Pero, creo, es más necesario que nunca plantearse esa reflexión.
El tiempo para poder reflexionar, en la vida, es recomendable. En la política, imprescindible. “En la historia, en la vida social, nada es fijo, rígido o definitivo. Y nada volverá a serlo”, advertía, también, el filósofo italiano Antonio Gramsci.
Un ejemplo de ello es lo sucedido en las últimas elecciones de la India, en diciembre de 2023, cuando el nacionalista Bharatiya Janata Party (BJP), el partido del primer ministro Narendra Modi, obtuvo la victoria en territorios clave. Allí, los labharthis, beneficiarios de diversos programas de asistencia social, parecieran haber abandonado a la izquierda y abrazado definitivamente a la derecha liderada por Modi. Este fenómeno, sin embargo, no es una casualidad remota. Está en sintonía con buena parte de Occidente con un axioma cada vez más consolidado: el distributismo sin una buena gobernanza no necesariamente conlleva dividendos electorales.
La relación entre el bienestar social y las narrativas de la izquierda democrática están en un punto crítico; disociadas. La sensación de inercia no nos permite pensar y nos conduce, casi inevitablemente, hacia la arrogancia. Creer en la rigidez y constancia de la opinión pública, en lo que siempre fue de una forma, nos lleva a la pereza intelectual. Y, en consecuencia, al relajamiento.
La interpelación de Pablo Stefanoni, si la rebeldía se volvió de derechas, nos obliga a examinar qué ha pasado para que aquello suceda. Por qué se ha dado este desprendimiento de dos partes —iniciativa política y transformación democrática— que siempre se concibieron en un vínculo natural e inescindible con los espacios del centro hacia la izquierda.
Las causas, desde luego, son múltiples. El espacio que ha quedado vacante para empujar el carro de nuestras sociedades, y plantear un futuro mejor al presente y una esperanza como alternativa a la frustración acumulada, quizás sea una respuesta a ello. María Esperanza Casullo señalaba —allí por 2020— que los sectores democráticos quedaron carentes de una alternativa económica sistémica. En consecuencia, su modelo de comienzos del siglo XXI se agotó. Han renunciado a la imaginación y caído en lo que Marina Garcés llama “parálisis de la imaginación”, aquella que hace que “todo presente sea experimentado como un orden precario y que toda idea de futuro se conjugue en pasado”.
En ese sentido, Casullo explica que se han transformado en partidos conservadores: “Conservar lo que queda del Estado de bienestar, conservar lo que queda de las libertades liberales, conservar un sentido de comunidad. Conservar el planeta. Conservar. No morir”.
En efecto, no sorprende, como advierte el Latinobarómetro de 2023, que a más de la mitad de los latinoamericanos le sea indiferente el sistema —autoritario o democrático— en el que viven. Una región que, no debe perderse de vista, aún mantiene alarmantes niveles de pobreza, inseguridad y desigualdad.
Las crisis de comienzos del milenio en Latinoamérica tuvieron —mayoritariamente— salidas por izquierda. Por entonces, buena parte de las respectivas élites no supieron interpretarlo. Una mezcla de arrogancia, incapacidad y falta de instrumentos para comprender lo que sucedía les hizo pagar una costosa factura. El mundo pospandémico, en cambio, aparenta resolverse en el atajo autoritario. Y en ese callejón es donde vemos a las fuerzas democráticas perplejas. Algunas con un poco más de lucidez y otras con mayores problemas para entenderla.
Hacen falta nuevos y mejores termómetros sociales. La política democrática debe recuperar la representación de las ideas de progreso y cambio y la voluntad de conducir a la mayoría ciudadana. Pero, para ello, es menester renovar los radares y mejorar los instrumentos demoscópicos. La democracia no puede ser un teatro de operaciones, aunque tampoco debe renunciar a la inventiva.