Sudán, un país de 46 millones de habitantes de mayoría musulmana y con un ingreso anual promedio de solo $750, se encuentra sumido en una guerra civil que ha desencadenado una crisis humanitaria de proporciones industriales. A dos años del inicio del conflicto, el país se encuentra al borde de la fragmentación, con el ejército y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), una poderosa milicia paramilitar, disputando el control del Estado.
La reconquista de la capital, Jartum, por parte del ejército en 2025 no logró abrir la puerta a negociaciones de paz, sino que pareció reforzar la convicción de ambas partes de que la guerra puede ganarse en el campo de batalla. Mientras tanto, el juego regional se ha vuelto cada vez más complejo, con Egipto y Arabia Saudita respaldando al ejército, y Emiratos Árabes Unidos apoyando a la RSF.
En el plano interno, la guerra ha dinamitado el proceso de transición pos-Bashir, con la militarización de la sociedad en ascenso. El ejército ha comenzado a armar milicias locales para combatir a la RSF en Darfur y Kordofán, una táctica que podría volverse en su contra, generando caos e ingobernabilidad en el este del país.
La posibilidad de negociaciones existe, pero requiere una presión internacional coordinada. Egipto y Arabia Saudita tienen influencia directa sobre el general Burhan, y podrían usar la victoria en Jartum como punto de partida para exigir una salida política. Emiratos debería hacer lo propio con la RSF. Pero por ahora, cada actor externo sigue jugando su propio juego, y Occidente aún no ha asumido un rol protagónico.
El tiempo corre en contra. Cada día que pasa sin negociación real es un paso más hacia la fragmentación de Sudán y la desestabilización de su vecindario.
La pregunta no es si esta guerra afectará a otros países, sino cuántos y por cuánto tiempo.