La Nostalgia de lo Común: Reflexiones de un Argentino en la Europa Moderna

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Cuando llegué a España, esperaba encontrar un refugio seguro, un oasis de estabilidad en medio de la vorágine global. Sin embargo, pronto me di cuenta de que la idea de “normalidad” es cada vez más elusiva, incluso en el corazón de Europa Occidental.

Mientras esperaba mi equipaje en el aeropuerto, me topé con las noticias que parecían sacadas de una distopía: Trump y su apología de Marine Le Pen, la sobreventa de pastillas de yodo ante el rumor de una guerra nuclear y el avance de AfD en Alemania. Y en Argentina, Javier Milei regalaba tazas con la frase “no hay plata” a un senador republicano de Texas, mientras el dólar blue aumentaba otro 10 por ciento.

Lo inesperado no es el colapso, sino la forma en que está tan bien organizado. Entré a un Decathlon en Barcelona y me encontré con un pasillo entero dedicado a artículos de supervivencia: cuchillos, brújulas, linternas, mochilas tácticas y cascos. Todo prolijamente empaquetado y a precios accesibles, listo para ser usado cuando estalle la guerra nuclear.

La idea de Europa como un refugio seguro se desvaneció rápidamente. En los medios españoles, Milei monopoliza los escasos minutos diarios dedicados a Argentina, mientras el grueso de la cobertura se centra en los aranceles de Estados Unidos, los conflictos armados y las peleas políticas.

Lo que en Argentina siempre fue explícito —el barro, el quilombo, los derrapes, los gestos groseros— acá aparece en versión silenciosa, con una estética de orden que puede ser apenas el reverso del miedo. Las banderas españolas cuelgan en balcones, negocios y hasta en verdulerías y lavaderos de autos atendidos por migrantes, como una advertencia sutil de que el territorio de Vox sigue creciendo.

Desde esta distancia rara que es el extranjero, lo inverosímil dejó de ser una anomalía para convertirse en el ritmo habitual de las cosas. Argentina ya no es un país impredecible, sino un país predeciblemente salvaje, sin sorpresas, “normal”.

Pero lo más inquietante es que este ajuste permanente, este desprecio por lo común, este odio al pobre y este amor al mercado como única gramática posible, no son exclusividades nuestras, sino una lingua franca de este presente. Todo el mundo expulsa, vigila, controla, arma muros y espera que los problemas los resuelvan los demás.

Lo único verdaderamente europeo que sobrevive es la nostalgia de una época en la que lo común era evidente y se podía comer sin culpa, vivir sin deuda, trabajar sin precariedad, circular sin pedir permiso (o asilo). Esa Europa no existe más. Y tal vez —siendo honesto— nunca existió del todo. Pero hay gestos que prevalecen y que, incluso como tics o automatismos, son tranquilizadores: la barra de un bar donde un café cuesta 1 euro con 20, la sombra de un árbol en la plaza de un pueblo, las fuentes donde todavía se puede tomar agua gratis, las bibliotecas abiertas.

¿Qué hay que hacer para que se pueda desear algo distinto a sobrevivir? Tal vez la respuesta esté en recuperar esa nostalgia de lo común, en reconstruir una gramática de lo compartido que nos permita imaginar un futuro más justo y solidario, tanto en Argentina como en Europa.

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