El debate sobre si la universidad pública argentina debe cobrar aranceles a los estudiantes extranjeros es un tema recurrente, pero que a menudo se queda en la superficie de una cuestión más profunda. Más allá de si se cobra o no, lo que realmente importa es cómo aseguramos que nuestras universidades públicas seleccionen y formen a los mejores talentos, tanto nacionales como internacionales, en un contexto de recursos limitados y desafíos educativos estructurales.
Los argumentos a favor del cobro de aranceles a extranjeros se basan en principios de equidad: la idea de que no es justo que los argentinos financien la formación de estudiantes que luego regresan a sus países. También se menciona la falta de reciprocidad, ya que los argentinos deben pagar para estudiar en el extranjero. Sin embargo, esta visión simplista no resiste un análisis más profundo. En muchos países no se cobra a los extranjeros, en otros se cobra lo mismo que a los nacionales y en algunos hay adicionales. Hay una gran diversidad de enfoques.
Por otro lado, quienes se oponen al cobro de aranceles señalan que, si bien la recaudación sería irrelevante, los extranjeros generan actividad económica e ingresos fiscales a través de su consumo, alquileres, transporte y otros gastos. Además, la presencia de estudiantes de diversas nacionalidades enriquece la experiencia formativa de todos, aportando riqueza cultural, idiomática y de modos de vida, lo cual mejora a la sociedad en su conjunto.
Pero el verdadero dilema no radica en si se cobra o no a los extranjeros, sino en a quiénes estamos admitiendo en nuestras aulas. Muchos extranjeros vienen a inscribirse, por ejemplo en medicina, luego de no haber pasado la selección en sus países, por lo que estudiar en Argentina suele ser una segunda o tercera opción. Somos permisivos, independientemente de la calidad, mientras que en otros países hay exámenes exigentes incluso para ingresar a instituciones privadas.
Este fenómeno tiene consecuencias importantes, ya que los estudiantes extranjeros ocupan vacantes que no son infinitas y que no necesariamente elevan el nivel, sino que a veces lo tensionan para abajo. Esto va en la dirección opuesta a las instituciones del resto del mundo, que compiten por atraer talento, elevar el nivel académico y eventualmente incorporar a algunos graduados al sistema productivo o científico nacional.
En consecuencia, más que preguntarnos si hay que cobrarles a los extranjeros, deberíamos preguntarnos si nuestras universidades están seleccionando adecuadamente y si nuestros recursos están siendo bien utilizados para formar argentinos y extranjeros en un contexto en el que el 50% de los chicos son pobres y la mayoría termina la escuela con enormes déficits de aprendizaje.
Un modelo universitario serio, que resuelve de la mejor manera la tensión entre equidad y calidad, debe ofrecer vacantes para extranjeros exigiendo estándares adicionales al título secundario, como en todos lados. Cobre o no. Y aunque el debate parece clausurado, los estándares también deben ser para argentinos, porque el problema es la excelencia académica, profesional y científica. Y esta apuesta requiere decisiones difíciles.