Cuando el código de todos los intercambios es el dinero, quien lo posee tiene poder. Esta relación entre dinero y poder es la esencia de la corrupción. Los propietarios de los medios de producción, los capitales concentrados y las autoridades más encumbradas suelen ser los agentes de esta dinámica.
Mientras esta relación se mantenga dentro de los “límites normales/tolerables”, todo ocurre bajo un halo de legalidad. Pero cuando esa frontera es transgredida, la corrupción se convierte en algo ominoso, generando rechazo, repulsión y pánico moral. Cuando lo familiar en el sistema capitalista revela su verdad, deviene objeto de repulsión visceral.
La Política y la Despolitización
Cuando la corrupción se vuelve el discurso dominante, produce un efecto de fuerte despolitización. La imputación de un vicio privado o falta de virtud de algunos de sus protagonistas neutraliza el antagonismo político. Esto no significa que no se haga un uso político de ella: se la nombra para desviar la atención de los dramas auténticos de la sociedad, para contribuir a la deslegitimación de un proyecto, para justificar la deposición de un “enemigo” político, para disciplinar a quien ose salirse de sus goznes, para ocultar la pauperización del presente.
El fruto maduro de este proceso es la negación y el desprecio in toto de la política, una de las pocas vías que podrían develar el enigma de la relación sistémica entre dinero-poder. Cuando se sucumbe a ello con el dedo en alto, jactancioso y soberbio, se malogra una de las pocas chances de trastocar la distribución desigual (e injusta) de dinero-poder que es su causa.
La Condena de la Justicia
No se trata aquí de “perdonar” la corrupción, sino de comprenderla en sus raíces y ramificaciones para diferenciar escalas, grados y responsabilidades históricas. Distinguir además esas prácticas micro corruptas cotidianas que experimentamos como conquistas mínimas de libertad ante un sistema opresivo, de aquellas otras acciones afincadas en engranajes de opresión perpetuada por ella.
Nuestras infracciones más o menos domésticas son inconmensurables respecto del “halo de legalidad” que recubre la desigual distribución organizada y administrada de poder-dinero. Esas que están detrás de lo que, no casualmente, se llama “poderes económicos concentrados” y que no casualmente actuaron en las sombras del golpe cívico-militar que selló esos niveles tolerables de corrupción (sin juicio aún) bajo el amparo de enclaves judiciales no menos corruptos.
El Mito de la Justicia
La idea de que la aplicación del derecho es la realización de una justicia ha sido criticada con contundencia. El derecho, decía Benjamin, es la reproducción mítica de la violencia: lejos de interrumpir una violencia, la conserva o bien instituye una nueva. Sin desentenderse de esa institución, invitaba a abrir en su ejercicio un momento de autorreflexión capaz de identificar cómo y en qué medida en su lengua se reproduce, intensifica, funda una violencia.
La lucha contra la corrupción se libra en nombre de la transparencia, un objetivo noble de la política. Pero el dominio de lo social es el de la opacidad. Si el ideal democrático de una sociedad de iguales nos obliga a bregar por la transparencia, sólo lo hace en la medida en que reconoce que ella no está dada y que será tarea de todos producirla.
La politización de la justicia, aún negada, es el gesto complementario de la judicialización de la política sobre la que tanto se dijo pero tan poco se hizo. La ratificación de esta condena entra en serie con otros episodios recientes en la región, pero también se inscribe en una memoria histórica más extensa cuyos desbordes son impredecibles.