Los incendios forestales ya no son simples fenómenos naturales. Se han convertido en una herramienta de diferenciación social, donde la capacidad de protegerse y sobrevivir depende cada vez más del poder adquisitivo. Mientras las llamas arrasan comunidades enteras, los más ricos contratan bomberos privados y reciben la visita de helicópteros que rocían sus techos con retardantes de fuego. Esta modalidad, que comenzó en 2018 en California, revela una realidad inquietante: el fuego no es para todos.
Esta situación tiene sus raíces en el Gran Incendio de Londres de 1666, que marcó un punto de inflexión en la historia del capitalismo. Tras las devastadoras pérdidas, surgieron las primeras compañías aseguradoras y brigadas de bomberos privados, que protegían exclusivamente a los propietarios que podían pagar. Así, el fuego dejó de ser un evento aleatorio y se convirtió en una variable del contrato, donde la catástrofe se transformó en un diferencial de clase.
Hoy, esta lógica se repite en diferentes latitudes. Frente al colapso ecológico, la respuesta no ha sido redistribuir el riesgo, sino privatizarlo con eficiencia quirúrgica. Mientras los titulares hablan de “desastres naturales”, la realidad es que lo natural está cada vez más ausente. Los incendios forman parte de la coreografía climática del capital, donde las llamas se redirigen hacia donde les conviene a los intereses más concentrados.
El Capitalismo del Fuego
En lugar de atacar las causas del desastre, como la quema constante de combustibles fósiles o la expansión agroindustrial, se invierte en tecnologías de contención, selección y exclusión. Lo que se protege no es la vida, sino determinados valores asegurados. Como en Londres tras el incendio, el que no paga puede arder sin problema.
Esto se evidencia en casos como el incendio de Iron Mountain en Buenos Aires, donde una nube tóxica afectó especialmente a los barrios populares, mientras las autoridades tardaron en declarar la emergencia. O en los incendios recurrentes en el Litoral argentino, que liberan tierras para la soja transgénica y emprendimientos de barrios privados, mientras las comunidades ribereñas sufren sin que el Estado actúe.
Cortafuegos de Clase
La crisis climática ha dejado de ser un horizonte abstracto y se ha convertido en una tecnología política de diferenciación. La forma en que se distribuye el daño, la protección y la capacidad de anticipación no es neutra ni azarosa, sino el resultado de una arquitectura de clase profundamente arraigada.
Frente a este escenario, la lucha ecológica no es un suplemento moral, sino una forma contemporánea de la lucha de clases. No se trata solo de cambiar la matriz energética, sino de cambiar la matriz de poder que decide quién respira, quién se inunda y quién sigue los hechos más atroces desde su celular.
El fuego, lejos de ser el enemigo externo, es el síntoma del orden económico vigente. Y como todo síntoma, no se combate con gestos paliativos, sino con diagnósticos que incomodan y con estrategias que desborden las soluciones administradas.