Mucho después de haber disfrutado de los discos de Queen y Raffaella Carrá en mi juventud, me enteré de que algunas de sus canciones habían sido censuradas o modificadas en la Argentina de los años 70. Mientras que en el caso de Queen se había suprimido por completo la canción “Get down, make love” por su contenido sexual, en la versión sudamericana del éxito de Carrá “0303456” se habían eliminado las referencias explícitas a la masturbación.
Pero lejos de limitar el impacto de estos artistas, la represión parecía realzar aún más su sensualidad y erotismo. La manera de moverse de Freddie Mercury en el escenario, o la entrega dominante de Raffaella Carrá ante las manos masculinas que la sostenían, irradiaban una libertad y disfrute corporal que contrastaban con el ambiente general de contención y sofocamiento de la época.
Esos cuerpos felices y en expansión representaban para mí, desde mi infancia, la promesa de una libertad posible. Más allá de las letras censuradas, la sola presencia escénica de estos artistas parecía abrir un horizonte de desenvoltura y placer, incluso en el amor, como cuando Mercury se emocionaba cantando “Amor de mi vida” o Carrá revelaba que “para enamorarse hay que venir al sur”.
Así, la educación sentimental de mi adolescencia le debe mucho a esos íconos de la música y el cine, que con su sensualidad y erotismo lograban filtrarse a través de los velos de la represión. Mientras que artistas como Roberto Carlos o Sandro me enseñaban sobre el amor, películas como Melody y Grease me mostraban cómo los cuerpos y la seducción empezaban a cambiar todo a medida que se dejaba atrás la inocencia de la niñez.
Hoy, cuando el sexo parece estar por todas partes, a veces de manera monótona y mecánica, me pregunto si no extraño un poco de esa turbulencia y misterio que la censura parecía realzar en aquellos tiempos. Tal vez la represión, paradójicamente, lograba mantener viva la chispa de la pasión y la seducción.