Cuando Shakespeare escribió Ricardo III, creó una de las tragedias más oscuras y complejas de su obra, explorando el ascenso y caída de un hombre que convierte su cuerpo deformado en un arma política. Pero la versión de Calixto Bieito, protagonizada por Joaquín Furriel, nos muestra que la crueldad de Ricardo no es una simple anomalía histórica, sino una lógica que permea nuestro presente.
La puesta en escena de Bieito no parte del texto original, sino de su epílogo tardío: la exhumación del cuerpo de Ricardo, la irrupción de la ciencia forense y el archivo que intenta reconstruir la verdad. Aquí, el teatro se abre como un laboratorio vivo, donde la crueldad se vuelve cuerpo, y el poder ya no necesita justificación moral, sino eficacia.
Más allá de la Joroba: La Perversión del Cuerpo
El Ricardo de Furriel es un cuerpo indócil, vibrante, que no necesita prótesis para torcerse. No hay joroba, hay un desequilibrio. El poder lo atraviesa como un espasmo, como una descarga eléctrica. Lo grotesco y lo seductor conviven en él: a la sensualidad del caballero se superpone el salvajismo del animal, produciendo un efecto hipnótico.
Bieito despoja a Ricardo III del tono solemne y lo sumerge en una materialidad brutal: cuerpos expuestos, gritos desafinados, dispositivos médicos, pantallas, luces de quirófano, sangre. La corte es ahora un laboratorio; la política, una intervención quirúrgica. No hay mito, hay tejido: biológico, escénico, técnico.
El Poder como Espectáculo
Lo que se representa no es el mal como esencia, sino el poder como flujo y la crueldad como una forma posible del poder. Ricardo no cree en el poder como medio, sino como forma de existencia. Gobernar para él no es transformar, sino afirmarse. No importa el reino, ni el pueblo, ni la historia: lo que importa es ocupar el lugar. Y para ocuparlo, hay que vaciarlo.
Su crueldad es su puesta en escena. El poder en Ricardo no reprime, exhibe. No castiga, escenifica. La corte le teme, pero también lo observa. Lo que ofrece no es un orden, sino un espectáculo: la imagen de un cuerpo que se impone por sobre todos los cuerpos, incluso el propio.
Cuando la Crueldad se Vuelve Cotidiana
La puesta de Bieito insiste en que Ricardo no es una anomalía moral, sino una máquina estratégica: detecta los puntos ciegos del otro, sus debilidades, su ambición, su miedo, su deseo de pertenecer. Lo que se representa es el poder como flujo y la crueldad como una forma posible del poder. Nadie es inocente. Todos, en algún momento, se convierten en engranajes.
Lo inquietante no es lo que el teatro revela sobre Ricardo, sino lo que revela sobre nosotros. Porque si aún buscamos sus huesos, es porque todavía estamos tratando de entender en qué momento la crueldad se volvió un crimen sin culpables.
Cuando el Poder se Agota
Pero como todo sistema, la máquina de la crueldad también colapsa. En el final de la puesta de Bieito, Ricardo ya no es rey, ni estratega, ni cuerpo de poder. Es un actor vencido, un hombre suspendido en el límite entre representación y delirio. Y entonces el grito: “¡Mi reino por un caballo!” No es el grito de un rey, sino el de un cuerpo a punto de caer.
Quizás eso sea lo que seguimos buscando cuando escarbamos entre huesos y fantasmas: el instante exacto en que el poder deja de representar algo más que a sí mismo. Y que cuando ya no queda nada por conquistar, ni nadie a quien aplastar, ni sentido que ordenar, grita, como un eco grotesco desde el fondo del escenario, por un caballo.