Mucho antes de reclamar el cuerpo, el hambre afloja los andamios del lenguaje. Borra la claridad, desmantela el ritmo y deja atrás los escombros frágiles del pensamiento. Lo que comienza como un párrafo coherente, pronto se disuelve en fragmentos. Hasta que todo lo que queda es el temblor involuntario de una mente tan muerta de hambre que no puede sostener el significado.
Es por ello que escribo esto, antes de que mi lenguaje me abandone por completo. No tanto para ser entendida, sino para permanecer trazable, para dejar atrás la forma del pensamiento, antes de que se escabulla hacia el silencio. Trato de perderme en el trabajo para olvidar, al menos momentáneamente, este dolor que se enrosca alrededor de nuestra pequeña ciudad asediada.
No es simplemente el dolor del espíritu o del duelo, aunque hay bastante de los dos; es un hambre física e implacable que roe por dentro, creciendo con un aullido bajo y constante, que reverbera a través del cuerpo como un segundo latido del corazón. Se aferra a mis costillas como una maldición susurrada, ya demasiadas veces, como para ser deshecha.
El hambre desarrolla su propia lengua, silenciosa y corrosiva. No llega con drama o ruido, pero se filtra dentro del cuerpo y la mente, hasta que los dos son suavizados, doblados, gastados. Se acuesta como polvo: en pensamientos, en memorias, en el caparazón frágil de la piel.
Resistir el Olvido
Hay momentos en los que Gaza se siente menos como una ciudad y más como el residuo de una pesadilla que le pertenece a alguien más, algún espectador lejano que lo soñó y luego olvidó despertarse. No se siente como parte del mundo, no de la manera en que las ciudades están conectadas con ríos, o naciones, o al tiempo. Se siente como si estuviéramos suturados en un guión paralelo, un mito recreado infinitamente para el beneficio de aquellos que miran sin consecuencias.
Pero a diferencia de los mitos, este no tiene ningún arco moral, ninguna catarsis. No hay fin del horror, ningún fundido al negro. Aquí los niños continúan envejeciendo sin jamás crecer. Los ancianos hablan del pan de la manera en la que otros hablan de amores perdidos. Y en alguna parte, siempre, hay una audiencia preguntando cómo acaba esta historia. Pero para nosotros que lo vivimos, no hay final, solamente la posibilidad que se aleja con cada día de silencio.
La Dignidad como Práctica
El hambre revela verdades que nadie busca. Quita toda ilusión reconfortante y muestra lo que queda cuando no hay nada que perder. He aprendido que la dignidad no es una posesión, sino una práctica: emerge de la manera en la que uno perdura, no en lo que uno posee.
He llegado a entender que la memoria también es una forma de resistencia. Nombrar el dolor, registrarlo fielmente, es rechazar el olvido. No busco lástima. La lástima aplana. Transforma a Gaza en un objeto, en un relato con moraleja, en un titular casi siempre repetido para provocar una reacción. Lo que busco —en lo que insisto— es la remembranza. No solo del hambre, sino de las mentes que nubló, las manos que tiemblan sobre una última taza de té, los ojos que examinan el cielo, no en busca de las estrellas, sino de las señales de fuego.
Cantar entre las Cenizas
Aun así, el ciprés en nuestra callejuela continúa floreciendo en rojo desafiante. Aun así, una niña canturrea mientras salta sobre charcos de cenizas. Aún así, escribo. Porque en algún lugar en esta devastación, el significado sobrevive. No el significado como explicación —no hay justificación para esto— pero el significado como registro, como presencia, como rechazo de ser olvidados.
Estuvimos aquí. Amamos, estuvimos de luto, pensamos. Construimos el lenguaje de las ruinas, formamos historias de las cenizas y nos aferramos a la memoria incluso cuando se escurría a través de nuestras manos como agua.
Y cuando el mundo finalmente pase la página —si esto alguna vez ocurre— que no digan que Gaza guardó silencio. Que no imaginen que desaparecimos sin hablar. Hablamos con las bocas llenas de polvo. Cantamos, incluso con los dientes rotos. Rezamos con las rodillas fracturadas. Y aunque el mundo haya mirado hacia el otro lado, que esto quede como recuerdo: nombramos el hambre. La aguantamos. Perduramos. Que eso quede.