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El regreso de las cacerolas: Un llamado de protesta en medio de la crisis

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El regreso de las cacerolas: Un llamado de protesta en medio de la crisis

El regreso de las cacerolas: Un llamado de protesta en medio de la crisis

Otro 20 de diciembre y una escena conocida, como venida del 2001: estamos en medio de una profunda crisis y miles de personas se convocan espontáneamente a la noche con sus cacerolas luego de un anuncio presidencial y de un día de amenazas de represión. Suenan por toda la ciudad de Buenos Aires, en San Isidro, Esteban Echeverría, Quilmes, Avellaneda, Lanús, Berazategui y otros puntos del Conurbano, en La Plata, en Mar del Plata y en otras ciudades del país. La gente ocupa las calles y los autos acompañan con sus bocinas.

Para quienes vivimos el mítico cacerolazo del 19 de diciembre de 2001 la dinámica pareció muy similar. Reuniones espontáneas en las esquinas principales y luego una confluencia a pie, esta vez al Congreso. No había banderas de ningún partido político ni referentes partidarios a la vista. La gente, como entonces, muy predominantemente joven. Las diferencias, sin embargo, son evidentes. Para empezar, no tuvo la masividad de 2001 y, más importante, estamos ante el comienzo de un nuevo gobierno en el que mucha gente cree y no al final de uno ya desacreditado. Está claro que anoche sólo caceroleamos los que no lo votamos. Seguramente, mirando desde las ventanas o la televisión, no había una mayoría silenciosa que apoyaba, sino una que se mordía los dientes y seguía incubando odio. Ese dato no hay que perderlo de vista. Porque este gobierno va a movilizar ese odio como parte de su agenda autoritaria.

Un llamado de protesta en medio de la crisis

En el Congreso los cánticos puteaban a Milei y a Macri (a este último más que al primero). El “basura, vos sos la dictadura” se oyó otra vez. Queda poco espacio para que hoy suene extemporáneo, como a muchos les sonaba en 2015: nos gobiernan defensores explícitos de los militares. Lo más notable fue ese ejercicio tan típicamente argentino de arrebatarle al enemigo sus consignas. A medida que el 2001 fue agotando su estela, como una revancha, la derecha se fue apropiando de las cacerolas y del “que se vayan todos”. Anoche, ambos volvieron a ser nuestros. Con una cuota de humor cínico, también se cantó el “la casta tiene miedo” libertario, lo que no deja de ser verdad: mientras el país se incendia, el presidente de la nación y dos de sus ministros pasaron la tarde monitoreando en vivo el avance de una agrupación trotskista hacia Plaza de Mayo, luego de haber revoleado amenazas de todo tipo para que la gente no marche. Claro que nos tienen miedo. En 2001 cantábamos “qué boludos, el estado de sitio se lo meten en el culo”. Ayer el protocolo francamente fascista de Bullrich para limitar el derecho a la protesta fue a parar al mismo lugar. Ni los dirigentes de la oposición ni la Cámpora ni los sindicatos han reaccionado todavía a la victoria de Milei ni a sus anuncios. La resistencia vino ayer de la multitud cacerolera por la noche, precedida por la marcha de la izquierda por la tarde (habrá que reconocerle a la izquierda el valor de haber salido a probar antes que nadie cuánto de las amenazas de Bullrich se hacían efectivas). Los partidos, por ahora, brillan por su ausencia y la iniciativa vuelve a ser de la calle.

El descontento generalizado y el panorama político

Sin embargo, ayer la antipolítica estuvo tanto en la corte como en el llano. El cacerolazo que reeditó el “que se vayan todos” fue en respuesta a un discurso de Milei en el que también se denostó a “los políticos”. Desde arriba y desde abajo se fustigó a “la casta”. La frustración con la democracia que tenemos está por todas partes. Habrá que ver quién se queda con ese impulso antipolítico y qué sentido asume. En 2001 el desprecio a los políticos cuajó en una movilización popular inédita y de signo progresista. En los últimos años, alimentó todo lo contrario: un liberalismo pro-patronal individualista y reaccionario. Habrá que ver quién consigue capitalizar esa energía de crítica a la política existente. Es difícil que Milei logre conservar su aura de outsider. Principalmente porque ahora es presidente: se acabó la comodidad de hacerse el loco en sets de televisión preparados para sus shows. Pero, además, porque ya es inocultable que representa lo peor del establishment de siempre. Sus funcionarios son macristas y menemistas rancios apenas plumereados. Patricia Bullrich ya pasó por todos los gobiernos empobrecedores de la postdictadura. Sirvió a Menem, a De la Rúa, a Macri, a Milei y es parte de una familia que viene ocupando cargos públicos desde hace dos siglos. Casta pura. El decretazo totalmente inconstitucional que acaban de presentar fue redactado por Federico Szturzenegger, que ya nos desvalijó dos veces en el pasado con dos gobiernos diferentes (con el megacanje de De la Rúa y con la megafuga de Macri). Los súper ricos están excitadísimos con el nuevo gobierno, igual que el FMI y el Banco Mundial, que se pelean para ofrecerle dinero fresco a pesar de la insolvencia del país. El establishment completo a bordo.

El desafío de capitalizar el descontento

Pero las otras fuerzas políticas tampoco tendrán fácil capitalizar el descontento. Los ex miembros de Juntos por el Cambio todavía no se reacomodan luego del salto con garrocha de casi la totalidad del PRO a las “fuerzas del cielo”. Y el peronismo carga, con toda justicia, con el peso del fracaso rotundo de Alberto Fernández, que fue también el de Cristina Kirchner y el de Sergio Massa. No quedan sectores del PJ libres de ese descrédito. El cacerolazo muestra que hay un sector que no se quedará de brazos cruzados esperando que emerjan nuevas opciones políticas en este páramo mientras un nuevo gobierno pro-empresarial lotea el país. Puede que el cacerolazo no mueva el amperímetro en lo inmediato, pero marcó la cancha y cambió el humor: la sociedad argentina dijo que no se va a dejar amedrentar tan fácilmente. No es una garantía, pero es un estado de situación que hace dos días no estaba claro.

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